domingo, 4 de octubre de 2009

BARAKA


El destino de la obra literaria y cinematográfica suele ser narrar la unidad de una historia. Pero el cascabel de la narración puede sonar en otra superficie: la del tejido de las muchas historias, de los muchos lugares, de los muchos cultos y creencias, de las muchas culturas. Es esta, quizá, una cima más ambiciosa para el relato. El relato de la realidad polifónica.

En nuestra esfera planetaria, lo real es concierto de naturaleza y cultura. En la narración de esta textura del mundo nace Baraka, un documental de vanguardia que continua el narrar múltiple iniciado por un ex sacerdote que vivió bajo el voto del silencio: Godfrey Reggio. Reggio concibió un lenguaje experimental en Koyaanisqatsi y Powaqqatsi. Dos creaciones donde sólo dicen las imágenes y los sonidos. Nunca irrumpe ninguna voz humana. En la primera de estas obras de experimentalismo documental se contraponen la antigüedad, grandeza y soledad de la naturaleza con el vértigo apabullante de las grandes ciudades. Esta experiencia fue continuada luego en Powaaqqatsi, donde la red, el tejido, de los muchos lugares y las escenas del tiempo febril de las ciudades se integran con la desolación, la explotación y la pobreza de varios sitios del planeta.

En Koyaanisqatsi, Reggio tuvo como director de fotografía a Ron Fricke. Fricke será luego el hacedor de Baraka, la nueva explosión sensorial hacia los hilos múltiples del gran tejido de la cultura y la naturaleza.

Baraka es palabra sufí, cuya traducción sería bendición, aliento o esencia de la vida. Hacia paisajes más profundos del tiempo se abre este documental donde sólo fluyen la imagen y el sonido. En ningún momento la voz humana explica o guía el devenir visual. La plétora de imágenes procede de 24 países. Los sonidos son multiformes, como el mundo que entrega la cámara. Sonidos étnicos, tribales a veces; y, en otras ocasiones, cánticos sublimes de Lisa Gerrard (Dean can dance), o campanas tibetanas, o la hipnótica e impactante musicalidad electroacústica de Michael Sterns.

Baraka recoge y despliega el tejido de la diversa búsqueda de lo sacro en las culturas. En su felina y magnética movilidad rebullen personajes y cultos de China, India, Tibet, Israel, Japón, Australia, el Amazonas, entre otros. A pesar de su amplitud, el film sólo absorbe parte de las numerosas aproximaciones a lo sagrado que fosforecen todavía hoy en el mundo contemporáneo del neoliberalismo secular y agnóstico. Al rosario de los cultos se le agrega la naturaleza solitaria y el caos que, con orden torrencial, fluye en las grandes ciudades.

La naturaleza, aun libre del sello rutinario de la civilización, brilla entre cataratas, montañas desérticas, cráteres de volcanes, fértiles planicies africanas, horadados acantilados en costas visitadas por la música infatigable de las olas. Olas: el agua que canta.

Y también lo natural, libre de la huella humana, aflora con la tersura plástica de las nubes. Onduladas y blancas serpientes aéreas. Nubes filmadas en su tiempo real de desplazamiento para luego ser mostradas con efecto acelerado.

Y la grácil carrera de las serpientes nubosas se fractura en el universo sin cielo de las ciudades. Allí, la cámara se enloquece en una continua y frenética avalancha. Un paneo aéreo sobre una gran avenida muestra a los automóviles con velocidades exasperadas. Vehículos que no son ya dóciles instrumentos. Devienen ahora enajenados genios de metal que zumban y se precipitan hacia un adelante imperceptible y sobre un duro pavimento abarrotado de sombras veloces.

Y las personas corren también dentro de estelas evanescentes. Y no son ya individualidades precisas. El anonimato de la urbe se revela como muchedumbres de fantasmales peatones ebrios por la velocidad que necesita aprovechar y economizar el tiempo.


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